La vida que llevábamos antes quizá no era perfecta, pero tenía un ingrediente esencial que nos aportaba seguridad: la normalidad. Ahora ese ingrediente se ha esfumado. Hemos pasado a vivir en una especie de limbo en el que esperamos – más o menos impacientemente – el retorno a esa normalidad.
Sin embargo, pensar que la pandemia de coronavirus y este interminable periodo de aislamiento que han puesto del revés nuestro mundo no van a dejar daños psicológicos es simplemente ingenuo. La realidad postcoronavirus no se presenta precisamente de color rosa, por lo que tendremos que prepararnos para afrontar un futuro incierto de la mejor manera que podamos.
Fase de desilusión: La tristeza y el vacío tras el impacto del trauma
Pensar que vamos a pasar por un trauma colectivo e individual sin pagar una factura psicológica implica retomar el mal hábito de cerrar los ojos ante una perspectiva que no nos agrada o nos asusta. “El hombre se dice que la plaga es irreal, que es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño, son los hombres los que pasan”, como advirtiera Albert Camus.
Cuando atravesamos una situación traumática, como las catástrofes y las pandemias, todos pasamos por lo que se conoce como “fase de desilusión”. En esta fase, la ilusión de que todo iba a salir bien se esfuma. Las consignas optimistas dejan paso a la triste realidad. Y los arcoíris que nos animaron se ocultan tras nubarrones negros. El optimismo inicial que nos empujaba a resistir y luchar deja paso al desánimo y el pesimismo.
El estrés, que nos había dado la fuerza necesaria para soportar todo, comienza a pasarnos factura. Entramos en una fase de apatía y anhedonia. El agotamiento físico planta bandera. Y el mundo nos empieza a parecer cuesta arriba, muy cuesta arriba.
Gran parte de estos cambios tienen una explicación fisiológica. Se deben a la hiperactividad del eje hipotalámico-hipofisario-adrenal, que primero nos da la energía casi sobrehumana que necesitamos para luchar contra la amenaza pero luego nos la arrebata, sumiéndonos en la depresión, como reveló un estudio del King’s College de Londres.
Por supuesto, todo no depende de nuestra fisiología. En la fase de desilusión – tanto las comunidades como los individuos – se dan cuenta de los límites de la asistencia. Comienza a crecer la brecha entre la necesidad de ayuda y la escasez de la misma, lo cual suele generar un doloroso sentimiento de abandono.
“El estallido de compasión”, propio de la fase de heroicidad ante las grandes catástrofes, “y las frenéticas demostraciones de relaciones públicas de los políticos mitigan el efecto del trauma durante un tiempo y proporcionan un alivio temporal a las personas atosigadas por las viejas deudas que, de pronto, se habían visto privadas de ingresos. Pero todo eso resulta ser una tregua de muy corta vida”, escribió Zygmunt Bauman refiriéndose a la manera en que nuestra sociedad suele lidiar con las catástrofes.
Más tarde, cuando los grupos de ayuda se marchen, los medios de comunicación giren los reflectores hacia otras noticias, los políticos retomen su hábito de discutir banalidades y los bancos comiencen a reclamar la deuda, crecerá la desesperanza y la sensación de abandono en la población, sobre todo en los más vulnerables.
A medida que el mundo retome su ritmo y muchas personas regresen a esa añorada normalidad, otros se quedarán atrás. Ya sea porque han perdido el trabajo o porque están sufriendo secuelas psicológicas. Son los olvidados del sistema. Los que se escurren por las fisuras de la sociedad. Y esas personas se convierten en candidatos perfectos para que se extienda otra pandemia: la depresión.
La «tormenta perfecta» que dejará el coronavirus a su paso
Hay personas que, ahora mismo, están viendo todo bajo un prisma gris – y no les falta razón. Ante una emergencia sanitaria que también está erosionando nuestra economía y ha dinamitado los pilares que nos brindaban seguridad, es inevitable sentir el pinchazo de la vulnerabilidad y la inseguridad.
Estamos atravesando una tormenta que nos ataca desde todos los frentes. Hay quienes están trabajando bajo una presión inaudita, exponiéndose día a día al contagio y la posibilidad de morir. Y hay quienes han perdido el trabajo y sienten el aguijón de la inestabilidad económica. Hay quienes han perdido a sus seres queridos, sin poder despedirse de ellos, condenados a sufrir su duelo en solitario.
Todas esas personas están experimentando, uno tras otro, los componentes emocionales que conducen a una «tormenta perfecta» para la aparición de la depresión: tristeza, irritabilidad, agotamiento y sensación de vacío.
Estar aislados en casa tampoco ayuda. El confinamiento puede disparar la depresión, sobre todo en el caso de las personas que están completamente solas. Se ha comprobado que la soledad impuesta, esa que no elegimos, es un factor de riesgo para la depresión.
De hecho, un estudio publicado recientemente en The Lancet reveló que los efectos secundarios de la cuarentena más comunes son el estrés postraumático y la depresión. Y no es tan fácil deshacerse de ellos: sus síntomas pueden mantenerse tres años después de la experiencia.
La pérdida del sustento económico también conduce a la depresión, como demostró un estudio publicado en la revista Neuropsychiatrie. La profunda inseguridad social que genera la pérdida abrupta de ingresos, sumado a los sentimientos de desesperanza, alimenta un estado de ánimo negativo que puede hacernos tocar fondo emocionalmente y del que no es fácil salir.
¿Qué podemos hacer para prevenir la depresión – a nivel individual y como sociedad?
“Para impedir una catástrofe, antes hay que creer en su posibilidad. Hay que creer que lo imposible es posible. Que lo posible siempre acecha. Incansable, en el interior del caparazón protector de la imposibilidad, esperando para irrumpir.
“Ningún peligro es tan siniestro y ninguna catástrofe golpea tan fuerte como las que se consideran una probabilidad ínfima; concebirlas como improbables o ignorarlas por completo es la excusa con la que no se hace nada para evitarlas antes de que alcancen el punto a partir del lo improbable se vuelve realidad y, de repente, es ya demasiado tarde para atenuar su impacto, y aún más para conjurar su aparición. Y sin embargo, eso es precisamente lo que estamos haciendo, o mejor dicho ‘no haciendo’, a diario, irreflexivamente”, alertó Bauman.
Vale aclarar que ahora mismo, el nivel de estrés, ansiedad o tristeza que experimentamos es una reacción perfectamente normal a los acontecimientos que estamos viviendo y no se deben confundir con un trastorno psicológico. La depresión no se produce de la noche a la mañana. Y es precisamente eso lo que nos deja un margen de acción para evitar que se convierta en la próxima epidemia, como parece estar ocurriendo en China, donde el 16,6% de las personas ya reporta signos de depresión severa o moderada, según un estudio de la Sociedad de Psicología China.
A nivel individual, necesitamos aprender a gestionar el estrés y asumir la soledad como una oportunidad para estar a solas con nosotros mismos y reconectar con nuestros sentimientos. Este es un buen momento para aprender técnicas de meditación mindfulness y profundizar en la filosofía budista porque nos ayuda a lidiar con los tiempos inciertos manteniendo nuestro equilibrio mental. La filosofía y la psicología, ahora más que nunca, pueden convertirse en tus aliadas.
Sin embargo, no podemos esperar que el individuo combata solo contra los problemas estructurales y sistémicos que ya son endémicos y lastran nuestra sociedad. “Nunca es agradable estar enfermo, pero hay ciudades y países que nos sostienen en la enfermedad, países en los que, de cierto modo, puede uno confiarse. Un enfermo necesita a su alrededor blandura, necesita apoyarse en algo”, explicaba Camus.
Si una sociedad y un sistema no aporta eso, no se preocupa por sustentar a los más vulnerables, tanto desde el punto de vista físico como psicológico y económico, aboca a una parte de sus ciudadanos a la depresión más profunda. Necesitamos saber que no estamos solos. Que no nos han abandonado. Que podemos contar no solo con otras personas sino también con una red de apoyo institucional. Eso nos reconforta, nos permitirá recuperarnos antes y trabajar juntos para reconstruir los sueños.
Necesitamos reconocer que el plan inicial falló. Ya hemos dejado atrás a miles de personas, esas que han perdido lo más valioso: su vida. Ahora tenemos que asegurarnos de no dejar atrás a las nuevas víctimas de la crisis social. Y si el sistema que tenemos no nos permite hacerlo porque es demasiado rígido como para que entre un resquicio de humanidad. Tendremos que cambiarlo. Sin excusas. O estaremos condenados a repetir los mismos errores. Una y otra vez.
Fuentes: Rincón de la Psicología