
La cita era en la plaza del festival. Sí, en la mismísima Plaza Próspero Molina, aunque el festival no había comenzado aún. Recuerdo cada detalle de aquel día, los kilómetros recorridos, mi auto estacionado en calle Obispo Bustos, mis nervios en esos metros de caminata, y por supuesto el impacto que me generó verla llegar. Su sonrisa haciendo sonar mis tripas y temblar mis manos, que jugaban inquietas con el celular. Su figura me aceleró el corazón y el azul intenso de su vestido me llenó la vista de una imagen que no olvidaré en la vida.
Disimular los nervios fue una tarea titánica, hablar sin que se trabe mi lengua fue un desafío imposible. Bajar la mirada para no desnudar mi emoción era lo único que intentaba hacer, pero no funcionó. Recuerdo cada detalle de ese día, el bar Munich, la cara del mozo, su bigote grueso y su frente arrugada. Las dos gaseosas que pedimos y la interminable charla que tuvimos en las primeras horas. Había decidido no mentir en absolutamente nada, ni tampoco ocultarle nada, quería un amor nuevo, limpio, puro. Así que como pude, como quien se quita capas de piel de encima, fui contándole mi realidad. Mis miedos, mis dudas, mis expectativas, mis deseos, mis ganas de cambiar mi vida para siempre. Ella escuchó atentamente cada una de mis confesiones, sus ojos también delataban los mismos miedos, aunque yo no los notara.
Cuando caminamos hacia la plaza del pueblo su vestido azul flameaba como la bandera argentina del mástil central. Mis deseos de besarla aumentaban y si no lo hacía en los próximos minutos probablemente iba a quedar como un idiota. Siempre tengo esa sensación cuando tengo una cita, nunca subestimo el momento. Puede resultar, como puede que no. En este caso no sabía cuál era la situación y eso genera una adrenalina extra.
Ya sentados en el borde de un cantero de la plaza continuó la charla y el beso no tardó en llegar. Fue como todo primer beso, tímido, suave, y con sabor a labios nuevos, a pesar de haber besado algunos otros en el pasado. Fue como quien abre un libro de su biblioteca y siente el aroma, el libro ya ha sido leído alguna vez, otros ojos se han posado en ese libro, otras manos han acariciado sus páginas, pero para uno, es un aroma nuevo, parecido al de otros libros, pero diferente, único.
Después del primer beso, vinieron más, y después de todos esos más, vino la huida. No huyó sola, huimos juntos de la gente que a esa hora paseaba por la plaza y por las calles de Cosquín. Huimos del ruido de la ciudad, y quizás también de nuestras realidades, de nuestros pasados lejanos y cercanos, de nuestros dolores, de nuestras heridas, de nuestras cicatrices aun no cerradas, huíamos del mundo, queríamos estar solos, sentados donde nadie pudiera vernos ni escucharnos. El mundo nos había tratado bastante mal en cuestión de amores, y queríamos cambiar el destino en un solo día. El sol ya se había hundido por el oeste como toda nuestra historia, como nuestro pasado. Solo quedaba la noche, la luna y nosotros dos. La costa del río nos envolvió en su oscuridad y nos abrazó como a su amada en noche de luna llena. Sentí que sólo éramos ella y yo. Aunque parecíamos uno, aunque se confundiesen nuestros cuerpos y mis manos fueran las suyas, sus ojos los míos, mis palabras tuviesen eco en su boca y se repitiesen cual loco gritando en un acantilado. El azul de su vestido se confundía con la noche y mis manos temblaban cada vez más al rosar esa piel bronceada por el sol. No nos veíamos los ojos, solo nos presentíamos, nos palpábamos, nos devorábamos a besos sintiendo que no habría mañana, aunque lo hubiese, como si no hubiera pasado, porque ya lo estábamos dejando atrás en una sola noche, aunque hubiese una realidad que enfrentar después, pero esta fantasía era más real que cualquier otra cosa. No queríamos que terminase la noche, pero el tiempo suele ser implacable, y aunque sabíamos que íbamos a volver a vernos, debimos despegarnos. Despedirnos con una manada de besos nuevos y decir adiós, hasta pronto, nos vemos mañana o el año que viene. Pero volveremos a vernos.
Y así fue. Hubo una historia que contaré otro día. Ahora solo quise recordar esa noche, ese ritual inicial. No me olvidé nunca de cada detalle de ese día, cada vez que vuelvo a Cosquín paso por todos los lugares que recorrimos ese día, y la memoria sigue firme, veo cada espacio y recuerdo cada mirada, cada gesto, cada palabra que aquella mujer me dijo.
Lo único que no volví a ver nunca más fue su vestido azul. No sé si lo archivó para siempre, si se lo prestaron para esa noche y lo devolvió, o si está esperando para ser usado en una ocasión similar. Lo que sí sé, es que no olvidaré nunca el momento en que ella llegó a la plaza del festival. Si, en la mismísima Plaza Próspero Molina, aunque el festival no había comenzado aún. No olvidaré cada detalle de aquel día, los kilómetros recorridos, mi auto estacionado en calle Obispo Bustos, mis nervios en esos metros de caminata hacia el frente de la Plaza, y por supuesto el impacto que me generó verla llegar. No olvidaré su sonrisa haciendo sonar mis tripas y temblar mis manos, que jugaban inquietas con el celular. No olvidaré su figura acelerando mi corazón, ni que el azul intenso de su vestido me llenó la vista con una imagen que no he vuelto a ver nunca más en la vida.
Fuente: Alejandro Bustos Chesta