Alejandro Montagna y Marcelo Vives saben aprovechar el infinito del espacio sideral.
Hace 25 años que viven obsesionados por experimentar una y otra vez la sensación inexplicable de saltar desde un avión a miles de metros de altura y caer libremente, como pájaros sin alas, hasta el punto límite en que o abren el paracaídas o se estrellan contra el suelo.
Pero una cosa es hacerlo desde los 2.000 ó 3.000 metros, que es la experiencia “normal” de los saltadores tradicionales -una caída de 45 segundos, tiempo suficiente para sentirse insignificante ante la inmensidad planetaria-, y otra irse hasta la estratósfera, enchufados a tubos de oxígeno y en un avión que parece un cohete porque puede subir hasta los 12.500 metros de altura en menos de lo que tarda la Línea B en unir las estaciones de Medrano y Leandro N. Alem.
A Montagna y a Vives los impulsa la fascinación de superarse a sí mismos y de romper récords, de llegar a donde nadie lo hizo antes. Por eso esta madrugada, en Estados Unidos, intentarán fracturar la marca mundial de salto Nocturno a Gran Altitud y convertirse en los tipos que más se alejaron del planeta de noche para regresar a él de un salto. El récord mundial de la mayor altura de un salto en paracaídas nocturno lo ostenta Andy Stumpf, quien el 26 de enero de 2019 saltó desde una altitud de 36.000 pies (aproximadamente 10.973 metros).
Lo harán junto a otro experimentado paracaidista: el norteamericano Tylor Flurry. Cerca de las 2 de la madrugada -hora argentina- despegarán desde el aeródromo WTS, cercano a Memphis, Tennessee, y se dejarán caer desde la estratósfera en una prueba por la que pueden dejar la vida: enfrentarán la falta de oxígeno, su cuerpo absorbido por la gravedad a una velocidad a 300 kilómetros por hora (lo que corre Colapinto arriba del Williams), y el frío del aire en esa situación: una temperatura real de -60°C y una sensación térmica de -100°C.